[Anhelada
Libertad]
Eduardo se levanto a
media noche. Las luces lunares se refractaban de tal forma, que era imposible
dormir en la cabina. ¡Esa luna maldita…! Gritaba para sí y sus fantasmas, escudándose
siempre de su incompetencia. Vicio usual de un Marín espacial. Forma
rimbombante de llamarle a un astronauta naval.
Fue entonces que miró
el reloj. Un pequeño cucú, peculiar anacronismo que lo ligaba a su pasado. Eran
las 12:23 am. Y golpeando el puerto de mando se exasperó, se preguntaba sí el
viejo se habría dado cuenta. Así que sin más tomó su no tan viejo atomizador de
partículas y dejó la cabina.
Su paso lento dejaba
entrever las secuelas de una guerra. Renco de la pierna izquierda, se apoyaba
con su fusil para recobrar el paso. Doce minutos y veinticinco segundos más
tarde arremetió con fuerza frente al único prisionero. Pero éste, enmudecido e impávido
no le regaló un momento siquiera de su atención.
El Marín bufaba
encabritado. Más por su tardía en cumplir con su agenda, que con el desprecio
de aquel frente suyo. Su seño desquiciante no esperó más. Digitó los comandos
en el panel de control, descargando así un shock, que revivió al recluso.
Treinta y seis minutos.
Entonó una voz ronca, muy seca y acabada. Era absurdo, casi inefable. Tendido,
más bien tirado se hallaba el cuerpo decrepito del viejo Rey. El último monarca
que su reino vio nacer, y al primero que vio caer.
Treinta y siete
minutos. Volvió a escucharse. Pero entonces, Eduardo no soportó sus burlas y
oprimió nuevamente el botón; sin embargo, esta vez no hubo respuesta. El viejo
bulto no se movió.
Treinta y ocho minutos.
Aquello caló hondo. Nunca antes sus burlas lo habían descarriado tanto. Prendiéndose
del botón, como sí herramienta catártica se tratase, el cosmonauta dejó ir su
ira y melancolía hasta no ver nada.
Lo siguiente que
escucho fue: Cincuenta y dos minutos. No pudo más. Abrió la celda y encañonado
a su rehén, vociferó que callará. La cuenta solo siguió aumentando. En un
impulso de salvajismo apretó el gatillo. Por un instante el silencio volvió,
engullendo aquella inmensa prisión.
Eduardo respiró
lentamente. Sacó de sus ropas un cigarrillo y tras dos fuertes bocanadas se
postró juntó al cadáver. Fue ahí que una roída corona rodó, hasta sus piernas.
Al tomarla recordó su juventud.
Setenta y ocho minutos.
Su cigarro cayó de su boca entre abierta. No podía más. Corrió. Como pudo cerró
las rejas y arrastrándose tomó su arma solo para ver como el viejo anduvo fuera.
Fuera de su celda, de su nave, de su custodio. Pero la cuenta seguía.
Doce mil, doscientos cuarenta y ocho minutos. Y
ni uno más. Se escuchó la descarga de un atomizador. Y la cuenta enmudeció. Solo
el viejo cucú, guardó la hora en que aquello sucedió.