Todo fue tan repentino, aunque sí lo pensamos un poco,
ya le había llegado la hora al viejo tío Jacobo.
Sin duda alguna no podré olvidar nunca esta navidad,
pues el tío Jack, como lo llamaba la tía Marie está grabado en todos mis
recuerdos de noche buena.
Era un tipo excéntrico pero hilarante; del tipo de
locos que cruzaría un mar solo por encontrar al amor de su vida. Literalmente
lo hizo con Marie. La ovejita descarriada de la familia. Todo un roble, fuerte,
alto indomable. Todo un hombre. Y hoy estaba frente a su ataúd.
Mi tía no comprendía bien que había sucedido, sí tan
solo la noche anterior se veía tan vigoroso y jovial. Con su apetito característico
devoro la ración de medio regimiento y algunos postres más.
Tan solo las fiestas pasadas corrió desnudo por el
jardín, mientras Yo estaba metido entre media docena de cobijas. Le recuerdo
bien gritándome que le acompañara a cazar conejos, de “los grandes”, pues
cuando nieva su carne es más dulce. Y hoy estaba más tieso que aquellos
conejos.
Pero qué le pasó, me preguntaba. Los ritos funerarios
duraron desde ayer por la noche y tal vez seguirían hasta el día de hoy. Así
que tenía tiempo para investigar mientras las mujeres rezaban una y otra vez, y
los viejos contaban historias de cuando eran unos críos.
Dos horas más tarde, porque su casa estaba realmente
apartada de la ciudad, llegué al viejo pueblito. En la puerta de su hogar miré coronas
de flores y otras menudencias en honor al difunto.
Puertas y ventanas cerradas. Obvio. Así que tras abrir
la pequeña reja que daba al jardín trasero trepé por un árbol y salté hasta un
cobertizo, por el cual me arrastré hasta la ventanilla del baño.
Limpio, impecable, aquello era tal cual el estilo de
mi tía. Todo en su lugar, siempre en el mismo lugar; como una fotografía, como
un museo. Exactamente como en los recuerdos de mi niñez, cuando en vacaciones
invernales pasaba los días en aquel lugar.
Paso a paso recordaba pequeñas anécdotas, cada una tan
graciosa como ninguna otra. Nadie me creyó jamás, como aquella vez en que tuve
que sacarlo de la chimenea; o cuando persiguió a un pequeño zorro por toda la
casa, siendo la vajilla de la abuela la víctima número uno.
Al final, tras un sinfín de recuerdos llegué a la
cocina. ¡Había sido remodelada! No podía creerlo. Extraño, peculiar, terrorífico.
No podía adivinar cómo logró el tío Jack convencer a la “Sargento Ma-Rie” (como
le decía a sus espaldas) para dejar ir aquella cocina de mediados del siglo
antepasado.
Ollas, cacerolas,
cuchillos y sartenes por doquier. ¿Estarían esperando visitas? Parecía que
servirían a un regimiento, pero no entendía nada. Moviendo todo de un lado a
otro encontré un viejo libro, y viejo es decir un alago, aquello se deshojaba y
apestaba a guardado.
En la portada se leía el título apenas visible: “Cocina
Fácil... para…”. Pero la última palabra se había borrado. Entre sus hojas un
separador dejaba entre ver que “tal vez” estuvo intentando cocinar algo
llamado: “La cura de Santa Claus…”.
La cura de qué… Creí haber leído mal así que releí una
y otra vez, pero estaba en español. “Santa Claus” Hice una mueca mientras me
rascaba la cabeza. No entendía nada, así que exploré entre los restos de aquel
siniestro.
Creí identificar carne de alce, reno o venado; pero no
estaba seguro. Moras, uvas y cerezas. Un enorme tarro de grasa de puerco y
algunas botellas de vino tinto. Pero en muchas ollas y cazuelas había cosas que
jamás había visto.
Fue en algún momento que un viejo imán de Santa Claus
con su trineo y todos sus renos sobre el refrigerador. Y sin más lo abrí de par en par…
En su interior el cuerpo maniatado y amordazado de un
viejo gordo y barbado que apenas podía respirar. Pero no pude ver nada más,
pues perdí la conciencia. Algo duro me golpeó en la nuca y caí sobre las
rodillas del regordete personaje.
Antes de desmayarme escuche una voz conocida llamarme “chico
malo”.